Parte 1
Por Andrés Abreu
El 24 de marzo del 1999, Estados Unidos y la OTAN, que tanto condenan hoy a los ataques rusos a Ucrania, bombardearon a la ciudad de Belgrado, Capital de Yugoslavia con el objetivo de detener una supuesta limpieza étnica de ese país contra los albaneses de la provincia de Kosovo.
En unos cuantos días murieron más de quinientos civiles. Centenares de familias serbias murieron mientras se refugiaban en sus viviendas de las poderosas y destructivas cargas explosivas que reventaban sobre sus techos desplomando las estructuras. Quedaron sepultados en cemento hombres, mujeres y niños.
Cinco años antes, en Ruanda, un pequeño país ubicado en la zona oriental de África de unos 10 millones de habitantes para finales del siglo pasado, una tribu atizada por la propaganda de odio racial realizó una matanza de familias enteras de otra tribu a la que culparon de los problemas nacionales. Unas 500 mil personas perdieron la vida en esa masacre que comenzó en abril de 1994 y terminó en julio del mismo año. Durante esos tres meses, ningún país europeo de los que hoy tanto se preocupan por la democracia en Venezuela y Nicaragua y defienden como samaritanos a la Ucrania agredida, hizo nada para detener el genocidio.
Ahora que se desató el infierno en la Europa del este ha saltado como corcho de vino en la alberca, lo que significó ese bombardeo y la posterior acusación contra el presidente de Yugoslavia, Slobodan Milosevic, de crímenes de guerra.
La Corte Penal Internacional, un organismo tuerto de justicia, emitió una orden de arresto contra el presidente de Rusia, Vladimir Putin, por los crímenes de guerra en su llamada “operación militar especial” en Ucrania. Una orden que no emitió contra los responsables de más de 15 mil muertos en el Dombas por los ataques del ejército Ucraniano contra la población civil de esa región desde el 2014. Una orden que no emitió nunca contra el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, responsable de los más de 200 mil muertos de Irak.
La política de hegemonía mundial de Estados Unidos en un mundo que debe ser multipolar, está llevando a los 7 mil millones de habitantes del planeta a su mayor riesgo de extinción en todos los puntos álgidos en los que, desde hace décadas se viene vislumbrando la gran catástrofe.
En el año 2005, un amigo me regaló un libro de Thomas Friedman, un columnista de The New York Time, titulado “El Mundo es Plano”. En este, el autor exponía cómo las grandes corporaciones de Estados Unidos aprovechaban las ventajas del mundo globalizado para reducir sus costos operativos, y cómo los países de economías emergentes se benefician de esto.
La existencia de los llamados “Centros de Llamadas” (Call Centers) de la India, donde los requerimientos de un cliente de un banco de Manhattan residente en Michigan, eran resueltos por un empleado de la ciudad de Bangalore, en la India era ya la pequeña muestra del sendero por donde se encaminaba la economía mundial.
En la India, el inglés es enseñanza obligatoria en las escuelas, una herencia de la colonización inglesa de ese país que vino a terminar con la revolución pacífica de Mahatma Gandhi en 1947.
Ese legado de la colonización es hoy una bendición para los jóvenes indios que terminan la escuela secundaria y los que cursaron una carrera universitaria. Por eso hay tantos médicos indios en los hospitales de Estados Unidos y tantas llamadas de los clientes de las grandes corporaciones americanas que son respondidas en la India.
El desarrollo de empresas americanas siempre ha descansado en la mano de obra de sus trabajadores explotados y mal pagados y de la pobreza de los países subdesarrollados, lo mismo que de la materia prima de éstos. Lo que ha sostenido con políticas de coerción bajo las botas del poderío militar norteamericano.
Pero como decía el líder de la revolución panameña, el general Omar Torrijos, “no hay colonialismo que dure cien años ni latinoamericano que lo resista”.