La tragedia de los inmigrantes
El pasado lunes 27 de marzo un incendio en un centro de refugio de inmigrantes que buscan asilo en los Estados Unidos mató a 39 personas y dejó otras 30 heridas. La mayoría de las 68 personas que había en el lugar eran venezolanos, cubanos y centroamericanos.
En los últimos seis años se ha producido un incremento preocupante de inmigrantes latinoamericanos en marchas que caminan desde Centroamérica, atraviesan el extenso territorio mexicano para llegar a los puntos fronterizos donde descansan sus esperanzas.
Salen de países donde el futuro no tiene camino ni para ellos ni para sus hijos, y se lanzan al desierto donde lo más que pueden perder es la vida de sufrimiento a que los ha condenado la sociedad injusta y desigual del subdesarrollo.
Esa inmigración masiva y abrupta responde a muchos factores. Desde la ilusión creada por el oasis de un mundo de ilusiones, proyectado en la televisión, adornado de la abundancia ante los ojos de los que no tienen nada; las ofertas de un paraíso mágico donde los sueños se vuelven realidad y le llaman el “sueño americano”; hasta las tristes economías de las llamadas despectivamente “repúblicas bananeras”, desde donde tanta riqueza se extrajo para construir el Edén.
América Latina no necesita de la ayuda de los Estados Unidos para salir de la pobreza, le basta con que Estados Unidos no les impida progresar.
La historia de los pueblos de ese patio trasero del coloso del norte está preñada de invasiones de soldados americanos y contratos onerosos para la explotación de su vasta reserva natural que incluye, desde los combustibles fósiles de la profundidad su corteza hasta el fruto de la tierra fértil que endulzó por siglos el café y el té de los grandes países.
La mayoría de los inmigrantes que buscan asilo vienen de Venezuela según los medios de comunicación norteamericanos. Ya sea por propaganda anti venezolana o no, eran muchos. Desde que Hugo Chávez, el coronel que intentó derrocar al gobierno de Carlos Andrés Pérez en el 1992, asumió la presidencia en las elecciones de 1996, la política de Estados Unidos hacia ese país ha sido hostil. Chávez logró reducir los niveles de pobreza de Venezuela pero enfrentó una poderosa oposición encabezada por los medios de comunicación de ese país, propiedad de los grandes consorcios empresariales. Esa oposición tenía todo el apoyo de Estados Unidos, y como ocurre siempre donde hay embajadas norteamericanas, los intentos de golpe de estado y magnicidio no se dejaron esperar. En sus últimos años, vencido por el cáncer que lo alejó del poder y en una tempestad de mal tiempo para la industria petrolera mundial, Chávez pasó al otro lado de la existencia y fue sustituido por uno de sus más fieles funcionarios, el excanciller, Nicolás Maduro. Su limitada preparación académica fue aprovechada por los poderosos medios caraqueños, socios de medios de la comunidad hispana en Estados Unidos, para convertirse en el hazme reír del mundo. En el año 2017, Estados Unidos aplicó contra Venezuela una política de ahorcamiento de su economía con la esperanza de hacer caer el régimen chavista de Maduro.
Un estudio realizado por el Center for Economic Researh de Whasington realizado en el 2019, afirma que las sanciones económicas contra Venezuela no han impactado al gobierno de ese país, sino a la población.
Señala que esas sanciones redujeron la calidad de la alimentación de los venezolanos, aumentaron las enfermedades y las mortalidades y “desplazaron a millones de venezolanos que huyeron del país como producto del empeoramiento de la depresión económica y la hiperinflación”.
Según el estudio esto incluye “más de 40 000 muertes entre 2017 y 2018”.
Estados Unidos creó un gobierno paralelo al de Venezuela al que hizo reconocer por 60 de sus naciones aliadas incondicionales, con lo cual despojó de cientos de miles de millones de dólares a ese país sumiéndolo en la peor de las pobrezas. Los gobernantes virtuales apoyados por Washington disfrutaron como jeques árabes de las propiedades de Venezuela que aún no le han sido devueltas.
La administración de Donald Trump, impuso 43 nuevas medidas de embargo contra Cuba incluidas dentro de la ley Helms Burton de 1996 que ningún presidente, incluyendo George W. Bush, había permitido implementar porque dejarían sin alimentación a millones de personas, en especial a niños desde recién nacidos hasta la edad escolar, y bloquearía la posibilidad del gobierno de la isla de proveer los servicios básicos de salud a los ciudadanos.
El presidente Joe Biden lleva dos años en la Casa Blanca y no ha hecho ningún cambio en esas disposiciones, sino que, por el contrario, ha estado a la espera de que la desesperación del pueblo cubano provoque un cambio de gobierno.
La administración de Donald Trump, además de imponer sanciones de liquidación a las economías de esos países, se ocupó de cerrar las puertas de la frontera para que sus habitantes, hambrientos y desesperados no pudieran llegar a los Estados Unidos.
Joe Biden, prometió puertas abiertas sin tomar en cuenta que la presión de las sanciones contra esos países provocaría una presión sobre la válvula de la frontera que sería difícil de controlar.
Sin opción para detener un flujo migratorio masivo y en crecimiento, el gobierno anunció la implementación de un programa para hacer que los solicitantes de asilo no crucen la frontera. Esto creó un depósito de solicitantes en México que como tanque de oxígeno sobrecargado reventó en la catástrofe del pasado lunes.
La solución a ese flujo inmigratorio no es ir a Guatemala a pedirles a sus habitantes que no vayan a Estados Unidos, es dejar en paz a esos países para que se puedan desarrollar y su habitantes no tengan que emigrar como aves hambrientas y sedientas sin mar ni rumbo.