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Editorial 1318

23 diciembre 2022

Una cosa es soñar y otra es ambicionar

Soñar es una virtud, el privilegio de sentir el deseo de lograr algo, lo que representa el primer paso en la búsqueda de un objetivo. Si los seres humanos no se trazaran metas, la vida sería un recipiente vacío, un transitar sin rumbo en el desierto, sin horizonte que perseguir ni oasis que alcanzar. Pero todo en la vida tiene sus reglas, sobre todo, si se tiene sentido de urbanidad y de decencia, o si por lo menos, se conoce eso que llaman respeto a los demás, lealtad y triunfo limpio.

Cuando se buscan las metas sin previsiones morales, entonces se incurre en el delito, el cual puede ser civil o de conciencia. Se comete un delito civil cuando se infringen las leyes, y un delito moral cuando se traiciona a un amigo, se actúa con deslealtad o se destruye a los demás para colocarse en su lugar.

La sociedad capitalista en la vivimos en Estados Unidos, tiene reglas comerciales que muy pocas veces se cumplen, y tiene reglas morales que se cumplen más que las comerciales.

Las comerciales, solo trabajan para las empresas que pueden solventar los enormes gastos legales. La primera ley antimonopolio de Estados Unidos, la ley Sherman Antitrust, aprobada en 1890 prohibía el juego sucio de las grandes corporaciones para destruir a sus competidores, pero no limitaba el crecimiento y expansión ni el mismo monopolio al que llamaba “inocente”. La segunda, fue la ley Clayton de 1914 que pretendía cubrir lagunas de la primera, y sobre todo, proteger al consumidor.

Pese a todas estas reglas antitrust, las grandes cadenas de supermercados, por ejemplo, destruyen a los pequeños negocios y compiten entre ellas. El consumir está a expensas de esa competencia, la que hasta cierto punto, le favorece.

Las grandes corporaciones no saben de moral ni lealtad, solo saben de dinero. La moral se queda con los de abajo como una regla no escrita en papel, pero si en los principios que dividen lo que está bien y lo que está mal.

Pero dentro de los pequeños también surgen los inmorales y los ambiciosos, para quienes el tener más justifica cualquier acción. Así surgieron las mafias durante la ley seca de la gran depresión. Derramar sangre y terror se convirtieron en las reglas de la competencia, y la delincuencia, en un acto “genuino” del comercio. Muchos de esos mafiosos eran inmigrantes, gente que llegó a Estados Unidos escapando de la crisis en Europa o en busca de fortuna en las urbes norteamericanas, donde el comercio hacía brotar el dinero sobre las alcantarillas del bajo mundo. Así fue a principios del siglo pasado, en los mediados y en los finales de éste. Inmigrantes del Caribe se convirtieron en los magos de las estafas en el sur de La Florida; otros, se convirtieron en los Al Capones del tráfico de cocaína en Nueva York. La mayoría terminó bajo tierra o en las cárceles y los más afortunados, deportados. Esos no tenían realmente sueños, sino ambiciones. El ambicioso no sabe que la forma de adquirir fortuna es tan valiosa como la fortuna misma. El dinero que se logra con deslealtad aleja a los verdaderos amigos y atrae a desleales que en cualquier momento ocuparan su lugar por la misma vía.

La fortuna que se obtiene bajo engaño tizna como el carbón, pero la que se obtiene con honradez, deja un dulce legado, porque fue el producto de un sueño, no de una ambición.